En el corazón de la imponente Duomo de Milán, una figura de mármol del siglo XVI desliza un silencio que perturba: es San Bartolomé desollado, obra del escultor Marco d’Agrate, quien esculpió al apóstol llevando sobre sus hombros la propia piel que debió soportar su martirio. Para el cineasta Guillermo del Toro la escultura no fue un simple hallazgo estético, sino un punto de inflexión para su visión de Frankenstein (2025). En entrevistas se reconoce que aquella imagen tallada –los músculos, los tendones, la piel convertida en manto– se convirtió en uno de los componentes que alimentaron la construcción de su criatura.
Anatomía del miedo y de la belleza
No es exagerado decir que el San Bartolomé de d’Agrate exige la mirada y luego la repulsa. Su anatomía está al desnudo: la carne sustituida por mármol blanco, la piel despojada, ahora envuelta como un manto sobre su hombro izquierdo, provocado más que exhibido
Este santo vivo deviene en metáfora de vulnerabilidad, exposición, sacrificio. Y es allí donde Del Toro ve un paralelo inevitable: el creador que descompone, reconstruye y luego observa cómo su criatura, casi obra, casi mártir de su propia invención, se marcha al mundo.
En el taller de la creación
Del Toro, que ha afirmado que la novela de Mary Shelley fue para él “una religión”, tomó la escultura de Milán como un banco de trabajo visual.
La criatura de su Frankenstein no aparece como monstrua remendada, sino como cristalización de la anatomía caída, de la piel que se retrae, de la estructura que queda. En la reseña de la filmoteca se dice: “En entrevistas, del Toro cita… la estatua de San Bartolomé como uno de los elementos de inspiración”.
El protagonista de la historia, el doctor Victor Frankenstein (interpretado por Oscar Isaac), no solo construye un cuerpo, sino que trabaja como artista, como escultor, como aquel que confronta la materia viva —o lo que queda de ella— con el ideal. La piel misma se vuelve terreno de experimentación, como el Apóstol que portaba su piel para convertirla en memoria y símbolo.
Martirio y monstruosidad: dos caras del mismo mito
¿Por qué un santo martirizado inspira al monstruo de Frankenstein? Porque ambos arrastran la condición de lo otro, lo sometido, lo construido para padecer, exhibir, soportar. Bartolomé fue desollado vivo por predicar; su cuerpo convertido en manifiesto.
En la película, la criatura no es únicamente horror: es imagen, estatua, víctima, belleza ruinosa. En la simbología de Del Toro, la tortura del santo dialoga con la creación del monstruo: ambos portan la impronta de un autor, pero también la huella irreductible del sufrimiento.
El tablero cambia: el artista ya no solo es escultor de mármol, sino de carne. El monstruo ya no solo es criatura, sino arte en agonía. Y la piel del santo deviene en la piel que se somete al experimento, al rechazo, al exilio.